Acuarela y rotulador, 2018.
Tiene el Vaticano un anacrónico y llamativo tráfico de criaturas monjiles, clericales, acardenadas y asotanadas, pululando y mezclándose entre el intenso turisteo reinante en el interior y los alrededores del pequeño país. Los hay de todas las razas y edades, los ve en animada conversación con algún turista e incluso con algún vendedor de baterías y palos de selfies, los ve cargando con la compra y a otros, cual yupies ejecutivos, en dinámica postura de viandante con prisa, con alzacuello, chaqueta y maletín, mientras miran su reloj, puede que camino de una importante reunión en la Banca Ambrosiana. Los ve en grupo, riéndose como una pandilla de adolescentes, los ve en pareja, embarcados en su rutina y los ve solitarios, con una expresión de cansada y pesada felicidad. Los ve de muchas formas, alturas y colores pero todos, entre sus ropajes de grises y negros, llevan marcados en sus rasgos, la marca de fábrica, esa cara de cura o de monja, que no sabe uno si se hace o se nace con ella, pero que no deja de ser un misterio de tan alto calibre como el de la santísima trinidad.
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