Escena flamenca en bodega, Oleo sobre tabla, 122x81, 1999
La primera vez que pisé Jerez, a mediados de los 80, una de las cosas que más me impresionó era el olor a vino al pasear por sus calles, algo que se ha ido perdiendo poco a poco a medida que han ido desapareciendo las bodegas. En Jerez ya no se vive la cultura del vino como hace unas décadas, salvo excepciones, las grandes bodegas han ido cayendo en manos de multinacionales y las que quedan han ido perdiendo el encanto de antaño. A las visitas, ultimamente, siempre les enseñábamos G. Byas, con un horario más flexible que otras y unos contenidos atractivos para el turista, aunque ultimamente hayan eliminado la visita a la impresionante Sacristía, laboratorio y templo de viejas botellas que se antojaba como un viaje por el tiempo. Las bodegas ya no necesitan promociónarse por lo que los regalitos de otros tiempos desaparecieron y en sus tiendas de souvenirs sólo encuentras carísimos pirujos. Para variar, la semana pasada decidimos llevar a nuestra visita a la bodega Fundador- Domecq y a ocho euros por barba, una guía en práctica nos enseñó unos pocos rincones, un vídeo y una degustación final sentados en la misma mesa que cuatro visitantes que no pagaron al estar enchufados por un señor canoso conocido del director. La otra pareja visitante tampoco pagó al ser conocida de un venenciador con aires de propietario. Y a nosotros, se nos quedó cara de tonto por no conocer a nadie y eso que vivimos en Jerez. Protestamos en la puerta pero de devolver dinero, nanay, te dan la razón y gesticulan diciendo que eso del enchufismo es muy español y nada se puede hacer.